Últimamente, ir a una boda se está convirtiendo en una especie de prueba de obstáculos con tantas normas y prohibiciones. Desde hace un tiempo, ya no es suficiente con elegir qué traje te vas a poner; ahora tienes que estudiar el “manual del buen invitado” que llega junto con la invitación. ¿Es que las bodas ya no pueden ser una celebración relajada y divertida? Pues, como comentaba la wedding planner de Bodas Colorín en un reciente artículo de Vogue, a veces las reglas ayudan a los novios a tener todo bajo control. ¡Y lo respeto! Pero, oye, hay límites.
Las prohibiciones están escalando a niveles insospechados. He oído de bodas (a mí no se me ha dado el caso) donde se prohíbe el uso de ciertos perfumes porque pueden “afectar a la atmósfera olfativa” (no es broma). O eso de prohibir las bromas o discursos espontáneos por miedo a que alguien diga algo fuera de lugar. Lo siento, pero una boda sin el típico “¡Que se besen!” o “¡Vivan los novios!” pierde parte de su magia. ¿De verdad vamos a censurar esos momentos? ¡Que no se pierda la espontaneidad de una buena carcajada o un brindis improvisado!
Luego está la obsesión con el timing. He visto bodas donde no puedes ni levantarte a saludar a otro invitado durante el banquete porque “rompes el flujo” de la celebración. ¡Vamos! Las bodas son para socializar, no para seguir un guion minuto a minuto. Y ni hablar de las prohibiciones sobre qué canciones pueden sonar en la fiesta. ¿Prohibir el típico “Paquito el Chocolatero” o “La Macarena” porque es “demasiado básico”? ¡Por favor! A veces lo básico es lo que más une.
Yo me mojo: hay normas que sí tienen sentido si ayudan a los novios a estar tranquilos y disfrutar del día, pero hay otras que solo ahogan la diversión. Al final, lo que más se recordará de una boda no es lo impecablemente que se cumplieron las normas, sino esos momentos inesperados y emocionantes que surgen cuando menos te lo esperas.
